lunes, 14 de abril de 2014

LUNES SANTO

Situémonos. Ayer Jesús entraba en Jerusalén aclamado entre ramos de olivo. Él sabe que Jerusalén se convertirá en unos días en territorio hostil. Sabe lo que le espera. Hoy descansa en Betania, su zona de confort, su segunda casa. Allí María unge sus pies con perfume caro. Es una manera de bendecir a Jesús, de demostrarle que ocupa un lugar alto en sus prioridades. Pero Judas se enfada, le importa más el dinero que vale el perfume que el acto  de unción de María.
María centra su mirada en Jesús. Por eso no le importa el perfume derramado, sino que Jesús está con ella. Judas centra su mirada en el poder, en el dinero. Las miradas tienen dos dimensiones: una hacia dentro (lo que veo me transforma) y una hacia fuera (transformo lo que miro). Y nos vamos a quedar con la segunda.
A veces no somos conscientes del poder de una mirada. Y sin embargo, mi mirada coloca al otro en un lugar determinado. Como María, puedo centrar la mirada en la persona, independientemente de sus circunstancias. Como Judas, puedo centrarla en el valor que le doy a esa persona (pongamos por caso 300 monedas).
Y así sucede. A veces miro a la persona. A veces a sus circunstancias. A veces miro por encima del hombro. A veces miro de refilón, como no queriendo mirar. A veces mi mirada es la de un espectador, que no se implica, que no se deja tocar, que vive tras una pantalla sin afectarse por lo que ve. Sí, la mayoría de veces esa es mi mirada.
Y lo que yo quiero es una mirada más a la manera de Jesús. Una mirada que me comprometa, que no me deje indiferente. Y además, quiero que mi mirada sea capaz de transformar. Quiero que mis ojos miren a los que nadie quiere mirar, porque mirando a los que no solemos ver les devolvemos parte de su dignidad.
Sí, porque en esta vida lo que no entra por los ojos (lo que no atrae nuestra mirada) no cuenta, no existe. Es así. Entran por los ojos los mares, las playas… pero no los inmigrantes que llegan a ellas. A “esos” les giramos la cara. Sí, tenemos esa capacidad de, con solo una mirada, condenar al olvido, o a la indiferencia, a la invisibilidad. Eso sí, en nuestra mano está también el que nuestra mirada sea mirada de inclusión y de amor, dejando de esta manera a Jesús como centro de nuestra mirada.
Laura García Turrión y Sandra Marcos Palencia

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