domingo, 6 de abril de 2014

V DOMINGO DE CUARESMA

Parece que los domingos de Cuaresma han ido narrando los encuentros de Jesús con diferentes personas y situaciones, su posición frente a algunas fronteras que van apareciendo en la vida de todos nosotros. Le hemos visto frente a sí mismo y sus tentaciones, en medio del desierto; le hemos visto rodeado de sus mejores amigos en el Monte Tabor, encontrándose con la tradición religiosa a la que pertenece y confirmado por su Padre; le hemos visto en el pozo, con sed, hablando amistosa y profundamente con la samaritana, la extranjera; el pasado domingo le vimos en la piscina de Siloé, al lado de las personas rotas por la discapacidad, la enfermedad, el abandono y la exclusión. Pero le falta enfrentarse con la última frontera, esa de la que nadie quiere hablar, esa que rehuimos como si no existiera porque nos llena de miedo: Jesús se encuentra cara a cara con la muerte, y con la muerte de un buen amigo: Lázaro, su amigo, el hermano de Marta y María, ha muerto y ya no hay nada que hacer.
Lo primero que me llama la atención es el rostro tan humano de Jesús, que llora desconsolado por la muerte del amigo. Por desgracia, según van pasando los años, todos nosotros pasamos alguna vez por ese trance duro, feo y sordo: una persona querida muere y el corazón se desgarra por dentro. Todos huimos de la muerte y nos agarramos a lo que sea con tal de evitarla: la ciencia, la medicina… lo que sea con tal de que no llegue nunca, aunque bien sabemos que un día u otro llegará.
Yo no tengo ni idea de lo que pasó aquella tarde en casa de Lázaro, ni sé qué es lo que Jesús pretendió demostrar. Me pasa como a su hermana, que ante el dolor que me provoca la muerte de las personas que quiero, se me escapa también rebelarme contra Dios y decirle: ‘Si hubieras estado aquí, no habría muerto’. Supongo que es normal temer a la muerte y pedirle a Dios que la evite para siempre.
Lo que sí sé es que las veces que me he fiado de Jesús, la vida ha sido mejor; las veces que le he creído, he comprobado que decía la verdad; cuando me he fiado de Cristo, el camino elegido era el correcto. Y si eso ha sido así, no me cabe duda de que sus palabras, su mensaje, sus ideas acerca de la vida y la muerte también han de ser ciertas. Si no me ha fallado nunca, tampoco me fallará frente a ese monstruo que tanto temo.
Jesús nos asegura que Dios es un Dios de vivos, que la vida de cada uno no se acaba con la muerte. Poder llegar a creerlo con confianza no nos va a quitar el miedo ante nuestra propia muerte ni el dolor frente a la muerte de las personas a las que amamos, pero al menos, como hizo aquella tarde, desplazará la losa y permitirá que anide la esperanza. Si siempre me has dicho la verdad, también me dices la verdad sobre la muerte.
Cuando la perra muerte ha arrancado de mi lado a algunas de las personas que más quiero, también he mirado a Jesús y Él me ha dicho, compartiendo conmigo las lágrimas y el dolor por la herida honda: ‘Están vivos, en tu corazón, en tu recuerdo, en la vida que continúa viviendo en ti… y están vivos al lado del Padre, disfrutando de una vida que no se acaba, sentados en la meta que siempre quisieron alcanzar, mucho más felices de lo que puedas imaginar y aceptar ahora’.
Y a pesar de mi miedo, le creo, porque nunca me ha mentido, porque siempre ha dicho la verdad.
Alfonso Salgado, CVX en Salamanca

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