lunes, 2 de junio de 2014

XIV ESTACIÓN: PENTECOSTÉS


Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos reunidos. De repente vino del cielo un ruido, como de viento huracanado, que llenó toda la casa donde se alojaban. Aparecieron lenguas como de fuego, repartidas y posadas sobre cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, según el Espíritu les permitía expresarse. Residían entonces en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todos los países del mundo. Al oírse el ruido, se reunió una multitud, y estaban asombrados porque cada uno oía a los apóstoles hablando en su propio idioma. Fuera de sí por el asombro, comentaban: “¿No son todos los que hablan galileos? ¿Pues cómo los oímos cada uno en nuestra lengua nativa? Partos, medos y elamitas, habitantes de Mesopotamia, Judea y Capadocia, Ponto y Asia, Frigia y Panfilia, Egipto y los distritos de Libia junto a Cirene, romanos residentes, judíos y prosélitos, cretenses y árabes: todos los oímos contar, en nuestras lenguas, las maravillas de Dios”.
Hch. 2, 1-11

Mira que sois cabezotas… habéis visto el sepulcro vacío, se os ha aparecido, habéis tocado sus llagas, le habéis visto ascender al cielo… pero nada… erre que erre… seguís encerrados, con miedo y sin creer que un nuevo tiempo ha comenzado.
No, no… no te equivoques… no hablamos de los discípulos… hablamos de ti, de mí, de todos los hombres y mujeres que hoy en día nos llenamos de orgullo al decir que seguimos al Resucitado… pero que no actuamos según el Espíritu, que preferimos seguir encerrados, hablando entre nosotros… ¿Cuándo vamos a empezar a actuar según el motor que decimos que nos impulsa?.
Para los apóstoles aquella mañana de Pentecostés fue diferente. Sintieron una fuerza interior que les hizo caer en la cuenta que su seguridad era el Señor Resucitado, y que esta verdad tiene que ser proclamada. Se sintieron llenos del Espíritu y ya no pudieron continuar encerrados, como si nada hubiera ocurrido. El corazón les ardía y las ganas de salir a proclamar la alegría de un Dios vivo era mayor que su miedo y  sus dudas. Y así, de esta manera tan llena de luz, nació el tiempo del Espíritu, el tiempo de la Iglesia.
Y desde ese día, después de experimentar la verdad del Resucitado y recibir su Espíritu, cada uno de nosotros estamos llamados a librarnos de nuestros temores, a salir de nuestras zonas de seguridad e ir a cada rincón del Mundo y proclamar, con alegría, la Buena Noticia.

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